La adaptación, o lo que la Iglesia llama inculturación, es clave para compartir con éxito la Buena Nueva de Cristo, pero es difícil de implementar… este jesuita nos muestra cómo hacerlo posible
Para el siglo XVI, los avances en la navegación habían creado vastas posibilidades para los viajes de largas distancias. Pero, para un misionero, la tarea de evangelización implicaba más que simplemente llegar a un nuevo territorio; también debían encontrar la manera de compartir una nueva religión con las costumbres locales. El Padre Valignano es una excelente muestra de ello.
Cuando el padre Alessandro Valignano llegó a Japón en 1579, sintió que la misión jesuita existente había sido demasiado desdeñosa con la cultura japonesa y había alejado a mucha gente.
El padre Valignano, erudito en derecho e hijo de una familia aristocrática de Nápoles, se había unido a la orden jesuita tras una intensa experiencia religiosa y más tarde fue enviado al Lejano Oriente en funciones de supervisión.
Convencido de que la adaptación —o lo que la Iglesia denomina inculturación— era clave para el éxito de la evangelización, comenzó a adaptar la misión jesuita para reflejar esta convicción. Un ejemplo de adaptación fue que hizo que los sacerdotes se vistieran como monjes budistas para integrarse mejor con las costumbres japonesas.
Tales esfuerzos pudieron haber tenido un efecto favorable en los lugareños. Pero algunos misioneros consideraron que Valignano se estaba excediendo en su deseo de adaptarse. Algunos jesuitas incluso recomendaron que los europeos conquistaran Japón. Pero Valignano no aceptó nada de eso.
El objetivo final del Padre Valignano era que los misioneros europeos acabaran pasando a un segundo plano y que los propios japoneses dirigieran la Iglesia en Japón.
Esta configuración requeriría un clero japonés nativo. Afortunadamente, logró convencer a los japoneses para que le permitieran establecer seminarios dedicados a la formación de sacerdotes nativos.
Además de sus deberes religiosos, los jesuitas sirvieron como negociadores entre los comerciantes japoneses y europeos que llegaban a Nagasaki.
Como misioneros, los jesuitas se resistían a asumir este papel comercial, pero los señores feudales locales insistían. Además, los beneficios económicos que esto suponía eran necesarios para seguir financiando su misión; la costumbre japonesa de que los anfitriones ofrecieran regalos suponía una gran carga financiera para los jesuitas, que recibían numerosos visitantes.
Cuando Valignano abandonó Japón en 1582, contaba con unos 150 mil católicos y un fuerte impulso para una Iglesia local. Sus logros lo llevaron posteriormente a ser descrito como «el hombre más destacado de las misiones [jesuitas] en Oriente después de Francisco Javier».
Tras su estancia en Japón, Valignano pasó varios años en India y Macao. También regresó a Japón en dos ocasiones, ejerciendo funciones diplomáticas para apaciguar a gobernantes autócratas.
En enero de 1606, Valignano, que entonces tenía 66 años, falleció en Macao mientras se preparaba para visitar a los jesuitas en China continental. Para entonces, las autoridades japonesas comenzaban a reprimir brutalmente el cristianismo. Su creciente popularidad e influencia se habían convertido en una amenaza excesiva.